Ensayo

El hombre moderno: Por César Vallejo

 

 

 

 

El Norte, Trujillo, 13 de diciembre de 1925.

 

 

 

EL HOMBRE MODERNO

 

César Vallejo

 

 

París, noviembre de 1925

 

 

 

Dicen que nuestro tiempo se caracteriza por los caballos de fuerza que tiran de los carruajes, de las astas de las banderas de los cuernos de la vida entera. La velocidad es la seña del hombre moderno. Nadie puede llamarse moderno sino mostrándose rápido. Así lo estatuyen los filósofos. Los oradores ingleses han reducido la factura de sus oraciones a lo esquemático y hay representaciones liberales que, como Mr. Jiwons han ganado la elección con un solo discurso, en un país donde toda gran empresa política supone mil anginas por inflamación del órgano de la voz. En Estados Unidos el Alcalde de New York acaba de ser elegido sin haber dicho un solo discurso. Se podría argüir que el silencio no quiere decir la rapidez. Esa es otra cuenta. Posiblemente, el tiempo que habría empleado el alcalde en pronunciar una oración política lo habrá empleado en otra cosa. Porque el ritmo de la velocidad no sólo consiste en hacer una cosa pronto, sino también, y sobre todo, en escoger acertar el empleo del tiempo oportuno. Supongamos dos personas que quieren atravesar la calzada de la Avenida de la Opera; estará más pronto en la otra acera la persona que acierte el momento de la travesía, pues el adagio reza: No por mucho madrugar, se amanece más temprano… Naturalmente, en nuestro tiempo, lo que hay que escoger es el momento, es decir, el tiempo, y no la clase de labor, como en el caso del alcalde de New York. De todas maneras, en ambas cosas, la rapidez sale de saber escoger el empleo del tiempo. No hay que olvidar, por lo demás, que la velocidad es un fenómeno de tiempo y no de espacio; hay cosas que se mueven más o menos ligeras, sin cambiar de lugar. Aquí se trata del movimiento en general físico y psíquico. En algún verso de Trilce he dicho haberme sentado alguna vez a caminar.

Pero nos hemos salido del tema. La velocidad, pues, signo es de nuestro tiempo. No soy yo quien lo dice; yo sólo gloso un concepto general. Algunos se preguntan:

―¿De qué manera se es rápido? ¿Qué se debe hacer para acelerarnos? Se trata de una disciplina heredada o de una disciplina que puede aprenderse a voluntad…

Estos son los que creen en que la rapidez nos lleva por buen camino. Ya sabemos que los que crean así, echan una buena yuca a los demás y no hay Santo que los mueva, sino con las espaldas vueltas a la máquina.

Mas la disciplina de la velocidad existe, heredada o aprendida. Ella consiste en la posesión de una facultad de perspicacia máxima para la recepción, o mejor dicho, para traducir en conciencia, los fenómenos de la naturaleza y de reino subconsciente, en el menor tiempo posible; emocionarse a la mayor brevedad y darse cuenta instantáneamente del sentido verdadero y universal de los hechos y de las cosas. Hay hombres que se asombran de la actividad de otros. Hay escritores europeos ―por ejemplo― que en el transcurso de un solo día han leído un bello libro, han saboreado una gran audición musical, han peleado y se han reconciliado tres veces con sus mujeres, han pasado una hora conversando con un hostilano (sic), han escrito dos capítulos de un libro, se han cambiado cuatro veces de traje para diversos actos, han tenido una larga mirada sobre Dios y sobre el misterio…

No hay que confundir la velocidad con la ligereza, tomada esta palabra en el sentido de banalidad. Esto es muy importante.

Dos personas contemplan un gran lienzo; la que más pronto se emociona, ésa es la más moderna.

 

 

 

 

César Abraham Vallejo Mendoza (Santiago de Chuco, Perú, el 16 de marzo de 1892-15 de abril de 1938). Fue el menor de once hermanos, su abuelo era un sacerdote gallegony su abuela una india mestiza. La familia pensó en dedicarlo al sacerdocio, lo cual marcó su formación y explica la presencia en su poesía de abundante vocabulario bíblico y litúrgico. Sus estudios primarios los realizó en el mismo Santiago de Chuco, pero desde abril de 1905 hasta 1909 estudió la secundaria en el colegio San Nicolás de Huamachuco. Inició los estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Trujillo y de Derecho en la Universidad de San Marcos (Lima), pero abandonó sus estudios para instalarse como maestro en Trujillo. En 1916 frecuentó el grupo El norte y se enamoró de María Rosa Sandoval, pero no tardó en irse a la Lima, donde conoció a lo más selecto de la intelectualidad limeña. En 1918 publicó su primer poemario: Los heraldos negros, en el que son patentes las influencias modernistas, sobre todo de Julio Herrera y Reissig. En esta época trabajó como profesor en el colegio Barros, y en el Colegio Guadalupe. Su madre murió en 1920 y al volver a Santiago de Chuco fue encarcelado injustamente durante cien días, acusado de haber participado en el incendio y saqueo de una casa. En la cárcel escribió la mayoría de los poemas de Trilce. Trilce anticipó gran parte del vanguardismo que se desarrollaría en la década de los veinte. En este libro Vallejo lleva la lengua española a límites insospechados: inventa palabras, fuerza la sintaxis, emplea la escritura automática. Cuando es liberado embarcó en el vapor Oroya el 17 de junio de 1923 en dirección a Europa. Llegó a París el 13 de julio. Allí consiguió mantenerse como redactor en Variedades, Amauta, El Comercio y Mundial, pero lo importante fue que inició su amistad con dos de los grandes poetas hispanoamericanos: Juan Larrea, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y conoció a Tristán Tzara. En 1930 el gobierno español le concedió una modesta beca para escritores. En 1932 se afilió al Partido Comunista Español, regresó a París, donde vivió en la clandestinidad, y donde, tras estallar la guerra civil, reunió fondos para la causa republicana, que le inspiró una de sus últimas obras: España, aparta de mí este cáliz. En París se casó con Georgette Phillipart en 1934. César Vallejo falleció el 15 de abril del 1938, un viernes santo con llovizna en París.