Deshumanización, transgresión, y bartlebismo en Inés Arredondo y Juan Rulfo. Por Daniel Duarte Muñoz
Deshumanización, transgresión, y bartlebismo
en Inés Arredondo y Juan Rulfo
Daniel Duarte Muñoz
“Debería estar completamente solo en este mundo,
yo, Steiner, sin ninguna otra criatura.
Sin sol, sin cultura.
Yo, desnudo sobre una gran piedra sin tormentas,
sin nieve, sin bancos, sin dinero,
sin tiempo y sin respiración.
Entonces, por fin, dejaría de tener miedo.”
Robert Walser
En la falange literaria no hay conclusión más alboroza: escribir es el acto más deshumanizante. No hablo aquí de la inherente necesidad del escritor de imbricarse dentro de sistemas éticos espacio-temporales, discursos estéticos y corrientes narrativas. Ni del imperioso y hasta absurdo menester de impregnar escritos de la corrección y convicción moral que habita y crece en los jardines de toda intelectualidad. Hablo aquí del impávido casi metafísico acto que lleva a los escritores al destino inapelable de enfrentar, sublevarse y emanciparse de toda atadura idílica literaria; de transgredirla para encontrar la libertad. Cuando escribe, el autor transita de la filosofía nómada a la palabra sedentaria; seduce a sus propios instintos, dota de vida. Se transfigura en otros tiempos, en otras vidas, en otros cuerpos y al final, se deshumaniza. Pierde la constante esencia de sí mismo; la transfiere a sus personajes, los alimenta con su propia carne. Los sufre y los goza. Son sombras, recuerdos, opiniones escuetas, fervientes creencias, grávidas posturas, la prisión de sus pasiones y el arrojo de sus recatos. El escritor deja de lado su condición humana para-ser en sus letras, en sus lectores y en sus críticos como un ente difuminado. Se perpetúa por los trazos inquirientes de sus historias, la savia prosaica de sus mitos y los vestigios de la agudeza de su prosa. Muere cada punto final de una hemorragia semiótica y vuelve a la vida en cada lectura por su diégesis evocada.
Hurgando la transgresión, rastreando el silencio.
El oficio y profesión de escribir esconde la dualidad, antagonía y complemento de la palabra como proceso dialéctico: el silencio. Un escritor que elige el silencio ha decidido emanciparse de toda atadura humana transgrediendo la condición misma de su tiempo desatando sus impulsos y sus pulsiones. En el proceso escritural, el vasto espectro de la exteriorización de la propia condición humana obliga al escritor a discernir las veredas, muchas veces dolorosas hasta el silencio, por las cuales ha de llegar al clímax de su obra y por consecuencia a su inevitable deshumanización. El silencio en la literatura es una melodía atávica que forma parte de sinfonías más conexas de lo que asemeja; tiene historia, motivos, querellas y hasta apelativo de afección conjuntiva. El llamado Síndrome de Bartleby, es la enfermedad de la negación, fundada en un cuento de Melville[1] que supone la desenfada noción de la retórica hasta el paraje más desolado de la existencia humana representada por la inacción total. Bartleby, el copista, se ciñe lentamente en una espiral de acaecimientos que lo orillan a abdicar de cualquier acto que implique un esfuerzo, primero físico y luego intelectual, y que lo guían hasta el aciago desenlace de la liberación de su propia existencia. La frase “preferiría no hacerlo” va apareciendo cada vez más nítida como descongestión ontológica de un ser que ha decidido auto-expulsarse a un plano de realidad más ingrávida que bien podría ser la impecable pintura de un edén kafkiano hasta que se vuelve el centro de gravedad de la dialéctica de la realidad en el cuento. Bartleby es incluso, el claro arquetipo del Sísifo moderno que tanto invocó Camus para dilucidar el absurdo sentido de la vida mediante la angustia existencialista, la melancolía del hombre incomprendido que no descubre su lugar en el mundo en Kierkegaard o la “Noluntad” como fin último y salida al peor de los mundos en Schopenhauer. El artífice del no es el poeta maldito por antonomasia: el verdadero poeta.
Después de haber publicado Historia abreviada de la literatura portátil en 1985, como un recorrido kafkiano jalado por el hilo irónico de la parábola de Sterne en donde el autor rastrea a los escritores Shandy de las obras de maletín y del nomadismo infatigable[2], en la sublime obra Bartleby y Compañía, Enrique Vila-Matas da continuidad temática a la paradójica relación entre vida y literatura rastreando silencios notorios y fútiles negaciones de escritores que sin más remedio se privaron de la canonjía de la palabra por sentencia propia o por dictamen de sus venturas. Al igual que el Bartleby de Melville, Marcelo el oficinista, es el leopardiano protagonista y narrador en plena desventura en muchas esquelas de la vida social, familiar y amorosa que le permite la libertad de iniciar la afanosa tarea de realizar un diario tejido en notas de pie de página en el que asentará todo su escudriño sobre los auto-destierros literarios de los Bartlebys.
Deambulando por la hibridad entre la novela y el ensayo, Vila-Matas nos induce a un laberinto literario donde lo que llama “pulsión negativa”[3] es la única pista para develar un texto invisible y posiblemente infinito, lleno de historias dentro de otras historias. La metaficción se nutre de retazos e imágenes que se interconectan y se intertextualizan como ramificaciones de un mismo árbol enraizado en la pulsión que anula todo intento de entrega en la praxis escritural y hace pensar que tiene, de fondo, un motivo que podría ser más evidente que el propio absurdo de la elección del no. Cuando Marcelo recita “la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la escritura"[4] refleja la hecatombe implosionada por el auto-repudio alimentada por el individualismo y el nihilismo fehaciente en todas la directrices y elecciones que el escritor toma. El silencio que cataloga como “mal endémico de las letras contemporáneas”[5] más que una enfermedad incurable, es un padecimiento de tintes lacerantes que devela el alzamiento de la barrera por la cual se separa el juicio coherente de la libertad y la mezquindad de la repetición sinsentido de las fórmulas literarias desgastadas. El auto-repudio se transforma en autoconciencia como manifestación última de la negatividad y por tanto el silencio pasa a ocupar el lugar del objeto del deseo, la calma de la pulsión y la deshumanización más pulcra del escritor.
El silencio entonces, concebido como deseo, pulsión y deshumanización, también plantea un conflicto entre distintos regímenes derivados de la vocación literaria frente a la dualidad real-ficticia de la relación entre vida y obra en la cual se navega sin bandera en la alta mar de la literatura. Si se puede ser escritor sin escribir, ¿qué define particular y exhaustivamente la encomienda de ser escritor? Y si existen “reglas del juego” en la literatura, ¿quién las define? y ¿son inmutables o se adaptan al tiempo, a la circunstancia y a la moral? Deconstruyendo el texto de Vila-Matas desde la perspectiva derridiana, la pulsión como elección convierte al no en un universo de posibles y posibilidades paradigmáticas distribuidas en actos creativos que nunca se llevan a cabo, pero que siguen siendo, a fin de cuentas, los vehículos de la creación y de su misma transgresión. Los escritores del no hacen un trato con su propia conciencia en el terreno de la alteridad escritural donde tienen cabida las manifestaciones de autodeterminación figuradas en la en la búsqueda final de la libertad, y por tanto de su deshumanización. Entonces, no existen reglas; el silencio a fin de cuentas también es arte. No se puede juzgar a un escritor por la cortedad o vastedad de su obra; por escribir una sola palabra o por llenar de versículos mil páginas. Se le define al autor por la profundidad de su obra, por lo que logra transmitir pero sobre todo transgredir en favor de sí mismo y de la propia literatura.
En México durante muchas épocas de su vida literaria -y también en otras disciplinas artísticas- se han instaurado prácticas éticas temporales en las cuales se digiere la manera en que un escritor debe encontrar ese camino anfractuoso y espinoso al reconocimiento. No imaginamos Relámpagos de agosto de Ibargüengoitia sin el telón de fondo de la lucha revolucionaria y el metarelato de las injusticias sociales intentando ser abolidas iniciado por Azuela. Tampoco imaginamos el Laberinto de Soledad sin la búsqueda del concepto de la mexicanidad y la identidad nacional iniciada por Ramos. En su mayoría, las obras de la literatura mexicana parecen encerrarse en una esfera temporal en donde la consecución de la develación de las claves y los valores nacionalistas de cada época se presentan vencedores por encima de la búsqueda de la propia voluntad creativa y cosmopolita que de fondo alberga una conflagración estéril entre localismo y universalismo. La inevitable consecuencia es, de raíz, la amalgama entre poder político y arte que se hace notar inseparable y que pone en riesgo la concepción de una literatura emancipada de toda atadura que no sea la revelación propia de lo humano. A partir de la segunda mitad del siglo XX las generaciones de artistas, especialmente los pintores y los escritores, encuentran desgastadas las ideas nacionalistas y comienzan a transgredir los valores discursivos y narrativos, llegando incluso a fundar una nueva etapa artística, ideológica, filosófica y filológica en el país.
El silencio como naturaleza de la transgresión ha llegado a ser un componente presente en la vida real y la obra ficcionaria de algunos escritores nacionales. En la búsqueda al interior del dédalo de la negación de la escritura en México dos autores destacan por su cualidad magistral reconocida en ámbitos tanto de la prosapia literaria como de la elación popular mexicana: Inés Arredondo y Juan Rulfo. Ambos escritores compartieron sacramentos sucedáneos en la misma misa. Desde la enaltecida pluma, la infausta subvención gubernamental, el condigno Villaurrutia, la pertenencia narrativa -a la Ruptura y al Medio Siglo respectivamente-, el estilo faulkneriano, la búsqueda por el universalismo de lo humano, y al final, también compartieron el dolor escritural y el silencio. Pese a todo lo que ya se ha dicho de ellos, ambos escritores pertenecieron a generaciones literarias y a su vez las transgredieron para encarnar la resistencia filosófica, lírica y ontológica de todo lo ajado en la literatura mexicana. Como dice Barth, “narrar es crear una ilusión”, por eso, la relación real-ficticia de su construcción literaria como producto de la imbricación entre su vida y su generación frente a su obra y su contexto, permite develar sus similitudes tanto como los motivos de su dolor, de su silencio y su voluntad de transgredir su tiempo. Son los dos grandes autores de la deshumanización en la literatura mexicana.
Los cuerpos y los signos de Eldorado
Los míticos caminos que muchos viajeros buscaron con desesperación de afanar un tesoro perdido en una ciudad arcaica del llamado “Nuevo Mundo” los encontró quinientos años después una escritora en las cálidas tierras sinaloenses. El tesoro no eran los prometidos destellantes ríos de oro sino un magistral, profuso y enigmático microcosmos literario. En Culiacán, la hacienda de Eldorado que aguda brilló en los tiempos del Porfiriato fue el enclave de las secuencias retoricas irradiadas de memorias, suspiros y dislocaciones que Inés Arredondo cohabitó en sus narraciones. La escritora no sólo eligió en Eldorado el lugar geográfico de su microcosmos literario, también lo dotó de un espacio narrativo, temporal y ficcionario de carácter faulkneriano en donde las tramas largas y forzadas sucumbieron al despliegue fantástico, inescrutable y cosmopolita de las breves líneas de su sus cuentos. Ese género literario fue su predilección, obra y vida; lugar donde compartió semejanzas y fragmentos vívidos de su propia baquía. Eldorado en mayor o menor medida, como polvo que se respira, como sueños nítidos o como epidermis de cuerpos transgredidos, ha de aparecer en cada uno de los tres libros de cuentos que publicó durante tres décadas y que le valieron el reconocimiento de la crítica literaria en México.
Inés Arredondo comenzó a avituallar los fuegos de la hoguera parabólica cuando ya tenía una vida marital, la experiencia maternal y los fragmentos de una infancia afectiva que forjaron en ella una sublime creatividad. La cabal comprensión de sus propias inquietudes aunadas a sus dotes literarios trabajados con astucia y esmero, fraguaron la convergencia sutil de su confabulación hiperbólica que gota a gota llenó el estanque de su realce narrativo. En 1955, El Membrillo inauguró la afrenta expositiva de su pluma, hechura de un ciclo de luto y dolo que influiría en sus escritos más tardíos. A partir de esa experiencia, no dejaría nunca de explorar las afecciones, los deseos, las perversiones y las transgresiones humanas en su narrativa, impulsada en gran medida por lo cambios intelectuales de su generación.
La generación del Medio Siglo fue llamada así debido a una revista crítica-literaria fundada en 1953 con el mismo nombre. La labor impositiva de la revista fue comenzar a conglomerar las ideas intelectuales que proliferaban en los centros nocturnos, los cines, las cafeterías, los teatros y los restaurantes que florecían en las nuevas imágenes de la urbe y que eran punto de encuentro obligado entre las comunidades artísticas de la época. Su comité directivo estaba compuesto por Carlos Fuentes, Rafael Ruiz Harrell, Jacinto Lozano Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, y Jenaro Vázquez Colmenares, quienes se enarbolaron como la mentes invariables que se hacían cargo de las reseñas y glosas sobre las distintas actividades artísticas que iban desde cine, teatro, libros, espectáculos y arquitectura hasta las artes plásticas. El cambio generacional se encausó en nuevas formas difusivas como la fundación de distintos medios que dieron vida fresca a la literatura en México.
En la parsimonia castiza mexicana, a menudo se piensa erróneamente que la Generación de Medio Siglo consta de un grupo formado y conformado por un grupo de amigos exclusivamente del quehacer literario. Al historiador y filósofo Wigberto Jiménez Moreno se le atribuye el bautizo de esta generación, quien desde un punto de vista revisionista de las teorías generacionales de Dilthey y Ortega y Gasset, delimita su edad de nacimiento entre 1920 y 1935. Para Dilthey una generación es un estrecho círculo de individuos que están ligados por los acontecimientos de su época; que han recibido influencias similares y reaccionan de manera conjunta a determinados problemas. Ortega complementa estas aseveraciones con la idea de que las generaciones se renuevan cada quince años y que están unidas por la convivencia, la edad y algún “contacto vital”[6]. Pero la del Medio Siglo no es una generación únicamente literaria ni se restringe a la edad, sino que se rinde ante el rutilante nimbo de la conflagración intelectual en contra del nacionalismo rezagado. Como lo expone De Torre en ese sentido, en la vinculación de una generación se ha de valorar más fecha de nacimiento espiritual por encima de la biológica, pues ésta a fin de cuentas, y hablando en términos de personalidades destacadas en el arte, es profundamente azarosa.[7]
La conflagración ideológica de la Generación de Medio Siglo se extendió a esferas más amplias que abarcaban la pintura, la literatura, el teatro, el estudio de las ciencias sociales y la historia, la lingüística y hasta la demografía. Las batallas que ganó en estos campos fueron trascendentales para instaurar un nuevo esquema intelectual lejos de las promesas incumplidas de la revolución, sobre todo en torno al agrarismo o la “cortina del nopal” como lo llamó Cuevas y más cerca al retrato urbanístico de la vida nacional, presente por ejemplo en “Las batallas en el desierto” de Pacheco o “La región más transparente del aire” de Fuentes. El pluralismo y el cosmopolitismo con el que enfrentaron los valores añejos permitieron la apertura y el diálogo con las artes y corrientes de otros países fortaleciendo y enriqueciendo las endógenas. Otra enmienda ganada fue la creación de redes y vínculos entre artistas, pero sobre todo en escritores fundó una nueva era de apoyo mutuo a sus símiles, con mayor ahínco en los más jóvenes, siendo Arredondo una de ellas.
Aprendiendo apenas a flotar, Arredondo se sumergió en las turbulentas aguas de la publicación en el entonces sumario solero entre los escritores de la época: la Revista Mexicana de Literatura. Era un sugestivo proyecto nacido en la mitad de la década de 1950, fruto de la tenaz labor difusiva de Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo con el apéndice de Tomás Segovia, Antonio Alatorre y Juan García Ponce. Las publicaciones de la revista se acantonaron en el terreno de la oposición crítica e ideológica. En un primer halo, en oposición abierta a la Revista de Literatura Mexicana de Antonio Castro Leal de un corte eminentemente nacionalista-revolucionario que impedía el diálogo más abierto con otras corrientes y narrativas del mundo. En un halo más amplio, a la independencia y autonomía económica y sustantiva, pese a que manaban las subvenciones estatales gracias la dinámica de influencias personales de los responsables y a la participación activa del empresario librero Emilio Obregón.[8] La revista inauguró un polo de divergencia teórica, filosófica y crítica en cuyo cauce raudal navegaban notables escritores confluyendo entre el Contemporáneo, la Ruptura y el Medio Siglo entre la mitad de las décadas de 1950 y 1960.
La Revista Mexicana de Literatura contribuyó, en gran medida, a dar acicate, cauce y voz a la aglomeración literaria de todo un impulso generacional congregado en torno a la fractura con los valores estéticos, críticos y éticos de la era post-revolución mexicana. La Generación de Medio Siglo portó como estandarte la desvinculación cultural con lo que notariaban como un “cerco ideológico nacionalista” y revolucionario desfasado que paralizaba una exploración cultural y artística más profunda, diversa y enriquecedora. La idea de un nuevo paradigma estético e ideológico causó un estruendoso llamado al que acudieron diferentes actores de diversas disciplinas artísticas cuya labor fue vital para cimentar y desarrollar otras vertientes culturales. Los escritores estaban en sintonía con las frecuencias filosóficas y literarias en el mundo; principalmente los Beat estadounidenses y con los existencialistas franceses. En este mutable clima intelectual, Arredondo emplazó tierra fértil para germinar su agudeza y perspicacia narrativa y convertirse quizás en la voz fémina más reveladora y transgresora de su tiempo.
Resulta inaudito pensar que en el primer alud intelectual que sustentó a la Revista Mexicana de Literatura, la intervención femenina fuera muy escasa. Inés consiguió filtrar un poco de su néctar en el manantial de la revista con El Membrillo, publicado en 1957. Sin embargo, fueron pocos los trabajos femeninos que aparecieron en esa primera etapa de la revista. La primera versión de ese alud intelectual estaba conformado por escritores como Jaime García Terrés y Ricardo Garibay, junto con los propios directores. De la partida de Fuentes y Carballo, el lecho de la revista recayó en las manos de Alatorre y Segovia quienes inauguran una segunda época; es Arredondo con la publicación de La señal en 1958, uno de sus cuentos más enigmáticos y complejos, la que paga el peaje a la nueva travesía de la revista. En esta nueva ronda desembocan del cauce escritural Augusto Monterroso, Rubén Bonifaz Nuño, Luis Villoro, Ramón Xirau y la asiduidad femenina reluce con Rosario Castellanos y Emma Susana Speratti Piñero. Más adelante, y con la incorporación de Juan García Ponce en lugar de Alatorre, la revista sigue incorporando a escritores más jóvenes como Jorge Ibargüengoitia, Juan Vicente Melo, Rita Murúa, Huberto Batis, Isabel Freire y José Emilio Pacheco, muchos con los cuales Arredondo formó una amistad dentro y fuera del ámbito literario.
Fruto de la creación de redes de apoyo y la vehemencia reflexiva de los vientos de cambio advinieron instituciones y fundaciones de revistas y suplementos que permitieron la correcta difusión de la literatura, la filosofía y la crítica de esta nueva generación. Destacan “Cuadernos del Viento”, “La Palabra y el Hombre”, los suplementos “México en la Cultura” de Novedades, “La Cultura en México” de Siempre!, la ya mencionada Revista Mexicana de Literatura, las editoriales Era, la Imprenta Universitaria de la UNAM, el Fondo de Cultura Económica y Joaquín Mortiz y la que fue la joya de la corona literaria de la época: El Centro Mexicano de Escritores.
Por las aulas, los discursos y las críticas del Centro Mexicano de Escritores desfilaron muchos autores que le dieron forma y fondo a la nueva literatura del país. En esta conjetura Inés Arredondo también fue beneficiaria económica del Centro, aunque no estaba convencida del todo de este camino creativo. Arredondo recibió la beca en el periodo entre 1961 y 1962 y en su generación se encontraban escritores como Vicente Leñero, Ramón Xirau, Jaime Shelley, Guadalupe Dueñas, y Miguel Sabido, compañeros de profesión y de vida con los que labró una gran amistad. Rulfo y Arreola habían sido anunciados como sus mentores pero nunca asistieron; las sesiones del Centro funcionaban como una especie de “Corpus Criticum” entre los asistentes, en dónde la crítica mutua fungía de juez y verdugo, pero al mismo tiempo de un aire de soporte y apoyo. En una confesión más tardía, Arredondo aceptaría que había aceptado la beca por urgencia económica y que “no se sentía capaz de escribir un cuento por mes” -como lo exigía la beca-. La mayoría de los cuentos que escribió durante el periodo de becaria nunca vieron la luz.
Durante los años venideros, Arredondo se encarga de volver al quehacer literario tomando algunos cuentos como fragmentos que había escrito durante su ciclo como becaria y los reúne en la que sería su primera obra publicada en 1965: La Señal. En el libro, Arredondo no sólo moldea los arquetipos de su estilo al escribir cuento, sino que explora los más diversos temas que van desde el deseo, la perversión y la metamorfosis de sus personajes. La Señal se puede contemplar como un libro de signos difuminados en personajes que representan el vehículo por el cual los hechos morales han de rebelarse. Hay una constante lucha en el interior de cada protagonista entre el bien y el mal, entre lo deseado y lo prohibido, lo puro y lo impuro, lo trivial y lo sagrado. Los personajes han de enfrentarse a un destino inapelable fruto de las decisiones que toman frente a los enigmáticos y triviales hechos que viven. Hay una transgresión del erotismo develado en el deseo filial y una búsqueda del “otro” mediante la bifurcación de lo espiritual y lo corpóreo que termina en el propio sacrificio de lo humano a través del cuerpo y el encuentro con el vacío. “La violencia, la dominación patriarcal, el vacuo destino de la tragedia”[9] y la perversión tejen los hilos de las narraciones. La verdad en los cuentos de Arredondo se quita como velo cuando el íntimo toque de su prosa nos quita lo superfluo para dejarnos sólo las sensaciones; como diría Batis “obligándonos a que los hechos cobren significación y cumplan su destino”.[10]
Luego de la publicación de La Señal, Arredondo no vuelve a gestar un libro completo de cuentos hasta 1979 con la publicación de Rio Subterráneo que le valió el Premio Xavier Villaurrutia en 1980. El libro es un revelador cúmulo de experiencias enraizadas en el tormento, la locura, la pasión destructiva, la relación deseo-imposibilidad y la perversión, pulsiones que se dilucidan a través de los doce cuentos que contiene. Los catorce años que pasó en el silencio literario lo hizo en gran parte por las dificultades económicas que suponían ganar el sustento para sus hijos entre la dura vida literaria. Los trabajos que aceptó como editora cobraban gran parte de su tiempo que dividía entre la corrección de textos y el cuidado de su familia. Pero su silencio también deviene como una dialéctica en el doloroso proceso creativo que llevó a cabo en su búsqueda por la transgresión: la maduración narrativa y estilística. El trabajo pulido en los cuentos, donde la atmósfera siniestra y misteriosa se entrelaza en la parodia canónica de la posesión material frente a la humana, es sumariamente inefable. En las miradas oníricas complejas y adyacentes se encuentran presentes la degradación, la culpa, la corrupción y lo oscuro del pensamiento como el alimento de lo humano. En la cumbre, Río subterráneo surge como una metáfora del límite como frontera de la realidad y su vadeo mediante comportamientos perversos que violan y violentan las normas morales establecidas de lo sacro. Permanecer en silencio durante tanto significó para Inés Arredondo transigir el dolor escritural para manufacturar mejores esteticismos en la prosa y mejores introspecciones en sus personajes que devengaron eminentes cuentos, en los que existe un imperecedero lenguaje subjetivo abordando la función connotativa que obliga al lector a lograr con mayor ahínco la traducción hacia el significado ideal y denotativo.
El tercer y último libro que cierra el ciclo de lo que Corral denominó “la dialéctica de lo sagrado”[11] fue Los Espejos en 1988. En la obra se nota una separación con sus dos antecesoras como tesis final de un ciclo de maduración perpetua en estilo, voces y temas, justo como su vida propia. La narrativa es una revisación del pasado en una “voz otra” peregrinante entre la vejez y madurez en donde la liberación de los grandes deseos, las grandes pasiones y los duelos cotidianos llevan a cabo una catarsis que se devela como fuerza implacable que genera signos íntimos y atemporales. Hay un constante desliz en los recuerdos como vehículo de actos inconclusos o no realizados como en Opus 123 –a veces leído como novela corta-, hilado por el anhelo por conseguir en “otros”, triunfos y virtudes que no se consiguieron en el pasado en un camino en el que sólo se dilucidan defectos llevando a la aniquilación del propio anhelo. La estructura narrativa de los cuentos indaga en la magistralía, la homogeneidad y la fluidez con la que se han de presentar los problemas a los que sus personajes han de enfrentarse; diría Serna “el germen de la semilla de su propia destrucción”. Con el sufrimiento de una columna destrozada como último destello de una vida doliente, Arredondo nos sumerge en su obra final hacia una lírica estremecedora, inquietante y sutil para verter lo trágico en el estanque de las polaridades, las paradojas y las ambivalencias hasta llegar al fin, de la vida, sin culpas, ni rencores; así como también terminó la vida de la escritora un año después, como quien sin culpas ni remordimientos ha decidido aceptar la muerte como parte de su propia diégesis.
El silencio supuso en Arredondo el ejercicio de la cavilación más profunda de su obra. Y es ahí, en su negación de escribir en donde nace su función poética; donde germina su postura artesanal en relación con el manejo del lenguaje para lograr su perfecta reproducción del mundo. Al principio, su lenguaje es errante y liberador de sus pulsiones; después, definitivo y trascendente, pero sobre todo transparente. Su prosa viaja hasta las profundidades semióticas de “sus obsesiones” como acotara García Ponce, a veces sencilla y otras demasiado compleja que fluye y convence. Su vida y su obra guardan una relación como suspicacia dialógica de un Bartleby que ha decidido transgredir el tiempo y su narrativa en búsqueda de su libertad. Toda su obra cubre el espectro portentoso de lo sublime y lo ominoso en la develación de los cuerpos que sustentan el erotismo, la locura y la decadencia que dialoga con la revelación de la condición humana porque “la última trasgresión que le queda al hombre es la trasgresión de su propio cuerpo” según Sarduy. Pero no hay otra revelación más profusa que la de su deshumanización como centro de disolución de su propia narrativa y del dolor que le causaba escribir. Su aciago encuentro con la literatura como antítesis y el silencio como síntesis, trasciende incluso el discurso de su generación, al que transgrede creando uno propio envolviéndolo en un universo atemporal que estará siempre presente para quien ose hurgar en los vestigios de Eldorado.
Un zorro entre muertos y fantasmas
Augusto Monterroso publicó en 1969 La Oveja Negra y demás fábulas donde reunía pequeños trazos narrativos de un género que el escritor describía como historias a las que “había que acercarse con precaución, como a cualquier cosa pequeña, pero sin miedo”. La fábula que cierra la obra tiene un contenido particular que se despliega de las demás por su parecido sincrónico con un gran amigo suyo: Juan Rulfo. El Zorro es más sabio hace alusión a los motivos por los cuales Rulfo optó por el silencio y la negación por encima de la fama y la copiosidad literaria. La historia describe a un zorro -animal conocido por su astucia-, que en medio del hastío y la melancolía toma la decisión de ser escritor en un acto efusivo y presuroso en contra del vacío de la inacción. El zorro escribe primero un libro que es bien recibido y aplaudido, y luego un segundo que medra. Dice Monterroso que hasta “escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro”. Después, y mucho tiempo después, ya no publica nada. Muchos quieren respuestas del motivo del silencio y sólo reciben una repetitiva y cansada negación fundamentada en la satisfacción de haber escrito dos libros muy buenos. Del motivo pasan a la incitación a escribir más libros, con el fin según piensa El Zorro, de encontrar el fracaso. Pero dice Monterroso que con sabiduría El Zorro dijo: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer. De hecho, nunca lo volvería a hacer. Vila-Matas en Bartleby y Compañía también recoge la casi ficticia historia del Tío Celerino que había muerto y por eso “ya no le contaba más historias”, las cuales por cierto, “eran puras mentiras”. También se recita la evasiva historia de los “mariguanos escribiendo libros raros”.[12] Las “pulsiones negativas” de Rulfo mitificadas en fábulas, cuentos y ensayos deja entrever los caminos dolorosos que recorrió para llegar al destino del silencio y su renuencia a la escritura por decisión propia.
En la más insondable soledad y dolor que le causó desde su infancia la ruptura familiar, la orfandad, las secuelas de la guerra producto del proceso revolucionario mexicano, la devastación del despojo de las tierras en la Cristiana y la dura vida agraria, Rulfo moldeó la narrativa de su época a su gusto como el alfarero moldea la tierra húmeda para convertirse en materia inefablemente asequible. Los viajes que realizó entre 1934 y 1939 después del rechazo académico en Guadalajara, fueron cruciales en la idea del retrato –como confabulación entre sus dos grandes pasiones, la literatura y la fotografía- del campo, del pueblo, del desgaste del ideario revolucionario y de las voces narrativas tradicionales y espectrales que en el México profundo habitan. Los lapsos y las conjeturas de la vida del escritor se entremezclan por la avidez literaria y los encuentros con la muerte. La obra de Rulfo está repleta de imágenes comunes, geográficas e incluso diacrónicas pero que siempre se ocupan de lo mismo, de la misma circunstancia y están hechos de la misma materia. Sus relatos están poblados de fantasmas apenas visibles en algunas historias y muy reales en otras.
Rulfo es uno de esos escritores que heredan historias como se hereda la tierra; por los lazos de la sangre, de la familia, de la identidad y de los recuerdos. En los escritos de Rulfo puede olerse la profundidad histórica casi autobiográfica más de lo que alcanzó el propio reconocimiento del autor. Pueden olerse en su obra incluso las tierras de Sayula, Apulco y Comala. En la década de los 1930, Rulfo encendería su hoguera literaria con pequeños ventarrones que se elevan esporádicamente en algunas revistas de difusión literaria como la Revista “México”. Fue hasta la década de 1940 que las publicaciones se vuelven más constantes, sobre todo en la revista “América” y la revista “Pan”. La revista “Pan” fue fundada por Antonio Alatorre y Juan José Arreola; Juan Rulfo se uniría a la dirección después de la partida de Arreola a Europa y publicaría sus cuentos Macario y Nos han dado la tierra en 1945. Sólo constó de siete números y fue un “divertimento” literario para algunos escritores de la época.
Por su lado la revista “América” fue concebida por un grupo de jóvenes poetas estudiantes identificados con ideas socialistas y militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas de México. La idea de su creación era intercambiar ideas para la solución de problemas comunes del México post-revolucionario. Se instauro en medio de la agitación política durante el gobierno de Ávila Camacho y su objetivo era claro: la difusión de ideas socialistas y la discusión de posturas políticas, filosóficas y literarias. Los poetas Roberto Guzmán Araujo y Manuel Lerín dieron banderazo de salida, luego se fueron uniendo intelectuales como Juan Climent Ignacio García Téllez y Tomás Ballesta. Los fines de la revista se pregonaban en cada una de sus páginas; los tópicos políticos se ensalzaban por encima de los literarios. Sin embargo, se publicó el trabajo literario de algunos autores como Alfonso Reyes, Alí Chumacero Enrique Díez Canedo, Francisco Giral y el propio Juan Rulfo, publicando La cuesta de las comadres en 1948, Talpa y El llano en llamas en 1950 y ¡Diles que no me maten! en 1951. Sin embargo la revista nunca se logró separar de la conflagración ideológica de la revolución y sus promesas. Clara prueba fue la sección de indigenismo, coordinada por Pavía Crespo, en la cual pretendía poner en la agenda pública las condiciones sociales, la pobreza y el aislamiento que vivían los indígenas por toda Latinoamérica. “América” contribuyó al desgaste de las ideas del agrarismo y sirvió como cimiento para publicaciones más innovadoras como la “Revista Mexicana de Literatura” que a la postre romperían con el esquema del nacionalismo y el cerco ideológico.
Rulfo le tuvo una fidelidad inquebrantable a su propio lenguaje, y su lenguaje venia del pueblo. En el choque cultural que tuvo al llegar a la ciudad no llenó su inquietud filológica y prefirió devolverse al lenguaje de la tierra, del campo, de su gente y de su espacio. Se le suele relacionar al “Realismo Mágico” que servía de campo semántico para englobar a todos los grandes autores de cada país latinoamericano en un “boom” –que era más una promoción editorial que un verdadero movimiento literario- dentro de una narrativa faulkneriana y de cortes plenamente identificados con el regionalismo. Pero en medio de la polémica entre lo local y el universalismo de los escritores de esa época, Rulfo se encontraba en una esfera atemporal, metaliteraria y transgresora. La generación con la que se le relaciona, la bautizada de “La ruptura” por Teresa del Conde, suponía la transición de una idea rezagada de nacionalismo a una pululación de la universalidad.
El abanico de la ruptura se abrió en gran medida por los cambios culturales que se dieron en México entre el fin de la década de 1930 y el esplendor de la década de 1950. México era un epicentro cultural en donde desembarcaban artistas de diversas disciplinas huyendo de la lid de desolación de conflagraciones como Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil Española. En las costas de la intelectualidad mexicana encallaron el surrealismo de Leonora Carrington y Remedios Varo, las letras de Max Aub y León Felipe, las secuencias de Luis Buñel y las imágenes de Henri Cartier Bresson y Leo Matiz. El diálogo que se estableció entre las ideas universalistas europeas de los exiliados y las nuevas corrientes ideológicas del arte mexicano fue campo de cultivo para establecer las primeras nociones de rebelión en contra del desfase que representaba las promesas fallidas del nacionalismo.
Las aportaciones culturales de la ruptura se dieron principalmente en el campo de la pintura como centro de gravedad que manifestaba la desvinculación con la propuesta socialista post-revolucionaria de alto grado “folklórico y monolítico”. La postura rebelde de pintores como Rufino Tamayo –quien se auto exilió en Nueva York en donde logró su libertad creativa, discursiva y estilística-, José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Vicente Rojo, Juan Soriano, Fernando García Ponce, Enrique Echeverría y Alberto Gironella aperturaron el diálogo con una pintura más cosmopolita y universal en discurso y estilo. La idea de la ruptura era concebir un no-grupo en donde y como mencionaba Juan García Ponce, “cada artista estaba en busca de un nuevo orden, cada uno era visto como una isla unida a las demás por la corriente común del mar de la pintura en el que existe”. [13]
En la literatura, la generación de la ruptura se denota por la disolución estilística revolucionaria, saliendo a luz entre ensayos, críticas y poesías. Ya entre las décadas de 1920 y 1930 algunos escritores habían enfrentado el nacionalismo cerrado, en una batalla desde la universalidad que pretendía la vanguardia mexicana. Los primeros embates modernos contra el muralismo los lideraron la poesía iconoclasta de los Estridentistas y el entusiasmo metamórfico de los Contemporáneos. En su lucha, ambos grupos cimentaron bases para la búsqueda por el declive de una literatura oficialista. La generación de la ruptura fue heredera de la dimensión antagónica de la continuidad literaria. Si se remite al concepto de generación de Paz, una generación literaria es una sociedad dentro de la sociedad y, a veces, frente a ella. “Es en un hecho biológico que asimismo es un hecho social: la generación es un grupo de muchachos de la misma edad, nacidos en la misma clase y el mismo país, lectores de los mismos libros y poseídos por las mismas pasiones e intereses estéticos y morales. Con frecuencia dividida en grupos y facciones, que profesan opiniones antagónicas, cada generación combina la guerra exterior con la intestina. Sin embargo, los temas vitales de sus miembros son semejantes; lo que distingue a una generación de otra no son tanto las ideas como la sensibilidad, las actitudes, los gustos y las antipatías, en una palabra: el temple”[14]. La Ruptura fue exactamente eso. Quienes quedaron congregados en un grupo invisible fueron amigos sin ser coetáneos, jugaban los mismos deportes, asistían a las mismas galerías, leían libros semejantes y congeniaban dentro de las mismas ideas. Rulfo también desfiló en ese suelo cultural junto con sus grandes amigos como Efrén Hernández y Juan José Arreola quienes le animaban a publicar los textos que había escrito.
Rulfo gozaba de cierta estabilidad financiera pero no de estabilidad creativa por falta de tiempo. Los empleos en que se desenvolvió que fueron desde “pequeño burócrata” hasta capataz de empresas extranjeras fueron parte de su tensión creativa y del choque dialéctico en su interior. La aceptación de la beca del Centro Mexicano de Escritores supuso un respiro para terminar los fragmentos de la novela y los cuentos que había escrito a la par. Aquel repositorio filológico fue creado teniendo como antecedente inmediato el taller “Mexican Writing Center”, fundado por Margaret Shedd en 1951. En su práctica los escritores promovieron su trabajo entre los críticos en el primer y único número de una revista llamada “Portafolio”. En el camino de los estímulos y con el apoyo económico de la división de humanidades de la Fundación Rockefeller, Shedd armó el proyecto y el elegido para instaurar las becas fue el historiador y escritor Felipe García Beraza. El escritor reunió al primer Consejo Literario del Centro, el cual quedó integrado por Alfonso Reyes, Julio Torri y Agustín Yáñez y sus primeros becarios fueron Juan José Arreola, Rubén Bonifaz Nuño, Emilio Carballido y Sergio Magaña. Rulfo fue beneficiario de la beca entre 1952 y 1953, apoyo con el que terminaría la elegías de la tierra, de los muertos y sus fantasmas, El llano en llamas y Pedro Páramo.
La reunión de los cuentos que Rulfo había publicado en diferentes revistas fue una faena que tuvo como conclusión el libro El llano en llamas de 1953. En 1947 se había casado con Clara Angelina Aparicio y su voz fue decisiva en la recopilación. Él le respondió dedicándole su obra. Los cuentos de El llano en llamas son suntuosos por el complejo desdoble de sus personajes ahondando en su carácter y sus pasiones, en donde trascienden la realidad superficial y habitual de su tiempo y su espacio por una más universal que es la de la condición humana. Su narrativa del entorno y de su relación con los personajes transgrede los valores que en su época aún se consideraban sagrados. Son los “remilgos de la beatería” como el amor filial, la pasión y “pecado” de los personajes públicos del pueblo. Pero también abundan las delaciones en contra del destino trágico que encausa la violencia y la degradación humana como antípoda de lo frágil y lo vital en su travesía a lo mítico más allá de lo “terrenal”. Hay una fidelidad más allá del lenguaje, a lo espiritual y cosmogónico de la tierra que demanda la experiencia del lector para descifrar recíprocamente su significado.
Con la publicación de Pedro Páramo en 1955, Rulfo cierra de facto el ciclo de la llamada “novela de la revolución” y abre un propio ciclo, una nueva forma de escribir cuento y novela alejado de la lucha iconoclasta, apoyada en otros escritores como Arreola, Revueltas y Yañez. Se divorcia de un espíritu nacional idealista para centrarse en una sinécdoque real-ficticia del pueblo y su lenguaje. Lo religioso está vivo, es auténtico y vigoroso. El texto deambula por los límites de la salvación y de la condena eterna; “la obsesión de Rulfo”. Las ánimas en pena por la culpa original producto del pecado de las pasiones y de su historia. Su prosa, trabajada con paciencia y esmero desnuda el primitivismo de nuestra condición humana, atada a lo espiritual pero soltada por el deseo. Su estructura y orden no es cronológico ni temporal, sino espiritual. Hay un quebrantamiento del sentimentalismo para hurgar en la angustia esencial del hombre provocada por la inherente ruptura con la ilación de lo somero. Su transgresora búsqueda por develar lo propiamente humano en la vida y en la muerte, en una tierra o en otra, ahora y siempre es lo que nutre cada rincón de su diégesis tanto como su vida.
Rulfo es un autor “profundamente poético” e incómodamente hermético. Fue un hombre sin prisa, confiaba en el tiempo necesario de algo y lo dejaba de hacer cuando se le agotaba. Tal vez ese fue el mayor motivo de su silencio. Para el autor había manera de decir las cosas, pero aún más importante, había manera de callarlas. Después de la publicación de Pedro Páramo, Rulfo eligió el silencio. Los años venideros los pasó entre los rumores de una Cordillera jamás concebida y la corrección y modificación de sus dos únicas obras hasta 1979. Su manera de expresar lo esencial radica en la humildad como inequívoca elección de vida, lejos de la fama que da la literatura prolífica en existencia pero sin esencia. Su dolor escritural enraizado en el constante vaivén de los recuerdos lo llevó a elegir el camino del Bartleby y así siguió hasta el final de sus días. Como Garrido menciona, “tal vez la vida ideal de Rulfo habría sido vivir a la cuesta de un volcán, escuchando música, leyendo crónicas virreinales, fundiendo el campo y la ciudad en narraciones que acabaran con tantos anuncios fallidos de una novela que nunca se publicó”[15]. Sus libros siguen vigorosamente transgresores como el día de su publicación. Su transgresión radica en el lenguaje como su estilo y estética tanto como en el universalismo de la condición humana en contra de sus antecesores y de su propia generación. Relató la “vida de la muerte” como su centro de gravedad hallando la deshumanización como liberación de su propia existencia, donde algún día hemos de encontrarnos todos, pues como dice Garrido, “todos vivimos habitados por muertos”.
[1] Melville H. Bartleby, el escribiente. España. Alianza Editorial. 2014. Pp. 64.
[2] Vila-Matas, E. Historia Abreviada de la literatura portátil. España. Anagrama. 2da. Edición. Pp. 128
[3] Vila-Matas E. Bartleby y compañía. La pregunta de Florencia. México. Seix Barral. España. Pp.
[4] Ibídem. P. 8
[5] Ibídem. P. 10
[6] Barajas Benjamín. El Método Generacional. En La Experiencia Literaria No. 12-13, 2005. Colegio de Letras, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México. pp. 46-47.
[7] Ibídem. p. 49
[8] Martinez C. Leonardo. Revista Mexicana de Literatura. Autonomía Literaria y Crítica de la Sociedad. Tempo Social, revista de sociología da US, v. 28, n.3. p. 53
[9] Reyes B. La cuentística de Inés Arredondo. Tesis Doctoral. Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Filología. España. 2011. P. 8
[10] Arreondo, I. Obras Completas. México. Siglo XXI Editores. 6ta. Edición. 2006. Pp. 332
[11] Corral R. Inés Arredondo: La dialéctica de los sagrado. México. En Mujer y literatura mexicana y chicana: culturas en contacto 2. Editorial El Colegio de México. p. 57-62
[12] Vila-Matas. Óp. Cit. P. 15
[13] García Ponce J. De la pintura: antología de ensayos sobre arte y pintura. México. Ficticia (El Gabinete de Curiosidades de Meister Floh). 2014. Pp. 67
[14] Paz O. Obras completas IV: Generaciones y semblanzas: Dominio mexicano. México FCE. 1994. Pp. 32-33
[15] Garrido F. Voces de la Tierra. La Lección de Juan Rulfo. México. El Estudio. Universidad Nacional Autónoma de México. P. 32.
Daniel Pascual Duarte Muñoz (Ciudad de México, 1990). Licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente estudia la Licenciatura en Gestión Cultural en la Universidad de Guadalajara. En 2014 ganó el primer lugar del concurso de ensayo para estudiantes de licenciatura, maestría y doctorado, “México y la responsabilidad global” del Instituto Matías Romero de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Ha tomado cursos y talleres de escritura creativa en la Escuela Mexicana de Escritores con Eduardo Antonio Parra. Ha trabajado en la Organización de las Naciones Unidas y en la UNESCO. Algún día quiere retirarme a un lugar solitario a hablar conmigo mismo como Robert Walser.