Cierra los ojos y escucha la fuente de azulejos mudéjares (fragmento): Cuaderno bermejo, de Mariana Bernárdez (México)
Fotografía: Gabriela Bautista
Mariana Bernárdez. “Fragmento de ‘Cierra los ojos y escucha la fuente de azulejos mudéjares’”, en Cuaderno bermejo. Estado de México: CEAPE / FOEM, Col. Mujeres, razón y porvenir-Literatura, 2023.
V
Cierra los ojos y escucha la fuente de azulejos mudéjares; no los abras, huele el aroma de los naranjales atrapando el correr del agua. El caserío viejo recibe los días, a pesar de que se le han desprendido los mármoles y los detalles de cantera labrada, o de que la hiedra se ha ido enredando por sus capiteles.
El caserío conserva, a pesar del abandono, el resonar de lo muy vivo.
La ruina impone su ley, es una anotación, un sello, un tatuaje, un signo que testimonia que “lo extraordinario” tuvo lugar en su espacio. Lo demás es una larga cadena de desaciertos que construyen una anatomía de varia invención. Nada vence el imperio de su arquitectura. Nada calla entre sus muros a pesar de no tener voz para contarse.
Quedan sus patios con su aire en levante y el sol a plomo, con su pozo de piedra, su brocal y su cigüeño de hierro; queda su espacio abierto por donde la noche custodia sus estrellas. Basta salir a su enramada para dejar atrás la defensa de los contrafuertes.
Sus arcadas espigadas perfilan galerías en fuga que rematan con alguna escalera, o con una capilla, o simplemente abren a un claro donde un árbol custodia una parcela. En ocasiones soportan un cobertizo de tejas por el que escurre el agua del temporal que se recolecta en un drenaje disimulado entre los setos o por una rejilla acanalada.
La lluvia que bate sus canteras, con su ritmo a veces violento y que azuza el olor del monte, asalta siempre el latido. Gardenias, jazmines, limoneros, rosales y, si se corre con buena fortuna, una magnolia en flor.
Al obscurecer, la brisa y el piso de mármol ayudan al incauto a refrescarse disipando el olor de las flores y las hierbas de la pequeña vega.
Patio enclaustrado, un centro creado a semejanza de quien lo habita, íntimo, donde se resguarda de lo ajeno y refugia sus queridas cosas.
La puerta que da acceso es simulada detrás de las columnas, la entrada es abrupta, pero la sensación de recogimiento emociona, hay una quietud que extrema la experiencia de lo inexpresable. Un patio simbólico, un paraíso recuperado, un voto donde el alma deambula sin el temor a ser reclamada por sus deudas pasadas.
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El paseante se detiene al sentir la tirantez en el hilo que se carda en rezo. La madeja se le ha enredado por descuido en las espinas del rosal, para desatarlo tendrá que rehacer los pasos. La torpeza le permite observar con detenimiento la disposición de la huerta que lo obliga a moverse alrededor de su centro.
¿Y las estaciones?, ¿y el soplo?, la espora del diente del león bailando, rodando por el aire, sujetando su floración a la ceguera del porvenir, una alegoría de lo que sobreviene bajo la tutela del azar.
La lagartija demora su correría en el brocal del pozo y atrapa al insecto. Sincronía de una bifurcación. Confluencia que describe la atadura donde se concentra la atención. La afinidad celebra lo apenas percibido: la grieta en el hielo, el canto de la cigarra, el talón, la pisada leve, el ramaje en la tierra húmeda.
La penumbra invade el atrio, el prodigio del claroscuro tiende a aliviar la tristeza que aqueja sin mediar causa alguna, se hubiera podido ser el caballo en la montaña, pero el verso fue cortado de la rama y el asombro que produce el refinamiento de su perfume entorpece el entendimiento.
Apartada la flor, ¿qué fruto ha de reverdecer? La fuerza declina su ímpetu ante el capricho, y en esa candidez principia el oscilar del péndulo entre la promesa y la presencia, ¿dónde la verdad?, ¿afuera?
Y qué es afuera sino lo que se evita por su barullo, lo que no cabe en la palma de la mano y que para recorrerlo habrá de renunciarse a la tranquilidad de su celaje, a la urdimbre de su agua, y a la gracia de los días serenos.
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La filigrana emula el despuntar de la semilla en tallo, su tremor cautivado en los pendientes anuncia esa ligereza de cuando el esplendor retoña cumplidamente. Hay un extravío que logra hallar morada en el aire, fundar en los lóbulos el canto de las aves, pero en tus ojos la noche dilata sus pupilas.
Recuerdo entonces el reclamo insinuado a manera de juego “Pero eso que escribes no se entiende ni un poquillo, dímelo en una oración simple, con la puntualidad de un haiku.”
Los pendientes / un vuelo de aves.
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Escribo para conversar contigo, para contarte del día, de lo que rehúye toda palabra conocida, te enseño fotografías de mis padres, de mi origen, del suelo de donde broto porque quiero que te lleves mi historia contigo, porque no quiero que me olvides ahora que te es tan cercana la muerte, porque no tengo manera de hacerte quedar en esta orilla, y no importa si te hablo de los viajes o de la bruma, de Míster Roy o de Finisterre, no sé cómo atarte a mi cintura y que te quedes conmigo acodada en la ventana viendo pasar la tarde.
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Escribir, una desgarradura y una fidelidad; una pertenencia y una extranjería, condición bifronte de quien arranca la esperanza en el deshojar de un cuaderno bermejo.
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Escribir y reencontrarse en la escritura: burlar así la muerte, burlar así la vida. Lo escrito describe el diseño del jardín del Convento de Cristo en Tomar, su “camino de en medio” que consigna un saber subterráneo transmitido de boca en boca. Sus laberintos de setos emulan los de la Edad Media. Cada tanto hay una pequeña glorieta con un estanque de lirios. Las sendas laterales han sido poco desbrozadas para dar la sensación de un bosque no amansado.
La floresta es parte de la Mata nacional dos sete montes y es conocida también como la Cerca do convento, por el que vagabundeaban los hermanos en busca del Dios que no encontraron en Tierra Santa. No hay indicio alguno, marca o dato que cuente algo sobre la expulsión del reino de Oriente, ni quién fue aquél al que se apartó humillado por un mapa de guerra. Sólo lo calmo.
Tras los cipreses, pinos, árbol de judas y robles milenarios hay un puente detrás del que se esconde un pequeño templo de piedra labrada al que llaman la Carolina.
Dentro de la fortaleza recojo un diente de león, sorprende su delicadeza en contrapunto a la monumentalidad de la edificación. Sobrecoge la finura de sus esporas capaces de aflorar incluso en la ranura de una piedra; y entre asombro y asombro, se impone el claustro central de arquitectura renacentista con su fuente y sus arcos tallados; así la fachada poniente con “la ventana del capítulo” de estilo manuelino que representa el árbol de José según las sagradas escrituras.
He tomado diversas fotografías que no habrás de ver. ¿Una caligrafía de luz?, —preguntar a quien domina el traspunte entre el pintar y el fotografiar—.
Apagar las luces, dejar la pluma de lado. La mente y su dédalo, el hilo que se suelta de las espinas, el torzal que une el cuerpo y el alma, y que asiste en el desprendimiento propio del adormecer, una escala por la que se regresa. Todo duerme, mas no todo sueña.
Secreto tan secreto que borra su alegoría donde se posa.
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La visitación es un relámpago, sus ojos resucitados son un estallido, y las palabras irrumpen en su cenizal. Lo que se cuenta, ese minuto que transporta a una dimensión alterna, ensancha la noción de lo interminable. El desconcierto es una ferocidad.
La demasía sobrepasa la sílaba cantada, pero ese astillar es lo único probable, semeja el trino o el borboteo del agua, sonido que devuelve la alegría y aligera el peso de la nostalgia, piedra pequeña que anida o hueso de granada en el puño de Eurídice.
¿Redimirse?, ¿quién portará la moneda para el barquero?, ¿y por qué habrá uno de irse con él?, ¿qué ley habrá de cumplirse cuando forzoso es el pago?, ¿o es el chisporroteo de un pabilo que alarga el perfil de las sombras chinescas?
Y escucho de nuevo tu voz: —Travesía alrededor de la escalera. Mujer desleyéndose sin ser pintada por Dalí— y vas diciendo otras oraciones deshiladas en el aflorar de las figuras sobre la pared a manera de un “teatro chinesco”. Los dedos tejen una trama desconocida, tu humor y nuestras risas espantan la hora de dormir; y el nerviosismo surge cuando madre asoma por la puerta para dar por terminada la velada.
Es el recuerdo que hace cala y se arremolina, esa cantata que burla la razón y hace legitimo lo insignificante.
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Entre los dedos el diente de león coquetea con su perfección precaria, la brisa habrá de dispersar sus esporas o tal vez ocurra por algún tropiezo debido a la irregularidad de las baldosas. El portador es cuidadoso y admira la hermosura de su redondez, su orden discreto, la altísima luz de su forma.
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Hay un verde profundo que serpentea alrededor de la pequeña ciudad, dicen que cercana a su ribera había un tremedal, pero el hecho carece de relevancia.
Hemos llegado el último día del año y no hay gente por la calle, un frío corta el aire y la lluvia remonta a ratos, ¿qué depararán las estrellas de este firmamento?
Y escucho el despertar de la fronda mientras siento el peso de una historia que ignoro. Suavizo el paso tratando de entrever la tristeza de quien por ganar un reino olvidó la tierra donde moraba su espíritu.
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Un manantial: las voces se elevan en su marea infinita, vaivén fundacional que envuelve el aire y lo que habita en la espesura, un refugio, un abrigo, y en el fluir del río un sayal abandonado. Miro su tela deshacerse al golpearse entre las rocas y comprendo que su entrega es un naufragio elegido. Después sólo el sonido del agua.
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¿Cómo hacer el levantamiento del grosor de una muralla que circunda la floresta y que no echa en falta el revoloteo de las gaviotas ni el olor a la sal? Aquí el azul de la lontananza peregrina sin nubes.
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Debería escribir sobre los tiempos que corren, de la vacuidad, del milagro de la electricidad, de las bibliotecas públicas, de cómo lo remoto, que hace elevar las anclas, ha desaparecido. Ahora se navega en océano contrario, éste es uno creado por los algoritmos, y es de blancura interminable. El zarpar no es sino la decisión de un torbellino.
Mariana Bernárdez, poeta y ensayista; realizó estudios de posgrado en Letras Modernas y en Filosofía especializándose en el vínculo entre poesía y filosofía; aborda una tradición de autores para quienes la poesía sobrepasa la orilla del lenguaje eficiente y comunicativo. Sus diferentes oficios le han acercado a autores definitivos en la literatura mexicana como Dolores Castro, Ramón Xirau, Raúl Renán, Angelina Muñiz Huberman, entre otros. Su trayectoria enlaza la creación poética con el ámbito académico y el editorial. Es una de las voces más singulares de su generación por su concepción metafórico-simbólica; Ha sido traducida al inglés, italiano, portugués, catalán y rumano; cuenta con más de una veintena de libros publicados entre poesía y ensayo; algunos títulos Don del recuento, 2012. Nervadura del relámpago, 2013. Escríbeme en los ojos, 2013; traducido al portugués por Nuno Júdice, 2015. En el pozo de mis ojos, 2015; Aliento, 2017, traducido al portugués por Nuno Júdice, 2018. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (2018-2021) en el área de Poesía.
Fotografía: Rogelio Cuéllar