Alí Chumacero en su centenario: Por Evodio Escalante
ALI CHUMACERO EN SU CENTENARIO
Por Evodio Escalante
Personaje entrañable con un enorme sentido del humor, conversador excelente y chispeante, Alí Chumacero (1918-2010) es también uno de los poetas más cultos de nuestro siglo XX. A veces le daba por definirse no como un creador sino como un artesano del libro, no como un bardo sino como un tipógrafo. ¡Un tipógrafo! En efecto, se ganó la vida como corrector de galeras y como redactor de solapas en el Fondo de Cultura Económica, y por sus ojos pasaron algunos de los clásicos de nuestra literatura, como el Pedro Páramo de Juan Rulfo. Su infinita modestia escondía también, puede uno adivinarlo, una soberbia que alentaba un poco tras bambalinas. No hay duda que Alí Chumacero sabía que formaba parte de una constelación poética llamada a perdurar dentro de la historia literaria de nuestro país. ¿Qué constelación es esta? En buena medida, la de los Contemporáneos. En distintos momentos de su vida como editor de revistas y como empleado del Fondo, Chumacero cuidó e incluso prologó recopilaciones de la obra de Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Gilberto Owen y José Gorostiza. Guarda con todos ellos una enorme afinidad que tiene que ver con una cercanía generacional y con lecturas compartidas. Todos ellos, de manera notoria, en mayor o menor medida resienten el poderoso influjo de T. S. Eliot, el autor de La tierra baldía, de Miércoles de ceniza, de los Cuatro cuartetos y otros títulos más, sin olvidar que en su papel de crítico literario Eliot había formulado la teoría de la “impersonalidad” poética, de claros tintes anti-románticos que tanto efecto habría de tener en la literatura de la época. Frente a la idea irracional de la “inspiración”, que los surrealistas habían puesto de nuevo en boga, el poeta inglés postulaba que la función del poeta consistía en anular de modo progresivo su personalidad. El poema se hace con palabras, no con emociones.
Coincidiendo con Eliot y con los Contemporáneos, así como con otro autor mucho más joven como José Emilio Pacheco, Chumacero hace gala de su afición por la Biblia y de modo especial por el Eclesiastés, acaso el texto más amargo e intolerante que se haya escrito jamás. Tan es así, que ─podría decirse─ sin el Eclesiastés sería imposible entender bien a bien no sólo los Cuatro cuartetos de Eliot, sino buena parte de la poesía de Pacheco, de Owen, de Gorostiza y del propio Alí Chumacero. Vanidad de vanidades, todo es vanidad, leemos en este libro sapiencial. La humildad es algo que todo hombre sensato debe perseguir, pues Todo va a un mismo lugar, todo es hecho de polvo y todo volverá al mismo polvo. Estamos hechos para el sufrimiento y la mortificación: Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar. Ni siquiera los inteligentes salen bien librados en estos asuntos: Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor. En resumen: más nos valdría no haber nacido, y por ello es mejor el día de la muerte que el del nacimiento. Ni siquiera la compañía de la mujer, contra lo que pudiera pensarse, acarrea algún consuelo. El redactor del Eclesiastés se muestra severo e implacable en su diagnóstico, que sin duda estremece: He hallado más amarga que la muerte a la mujer cuyo corazón es lazos y redes, y sus manos ligaduras; el que agrada a Dios escapará de ella; mas el pecador quedará en ella preso.
Al pesimismo atroz que se deriva de estas páginas tendríamos que atribuir el tono de catástrofe suspendida que impera en los tres libros de poemas que publicó Chumacero: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956). Hay un indicio textual que apuntala este vínculo, pues en efecto uno de los poemas de Chumacero lleva un epígrafe tomado del Eclesiastés, justamente aquel que refiere que somos polvo y al polvo hemos de retornar. ¿Qué es la mujer? ¿Qué es este centro obsesivo del mundo al que regresan sin descanso los poemas de Chumacero? La mujer es polvo adormecido, nada más, es decir, polvo que no sabe que lo es. Esto lo dice y lo reitera el poeta a lo largo de su obra. El texto que se engalana con el epígrafe del Eclesiastés lo confirma sin mayor problema. El poema, se trata de un soneto, lleva un título casi insignificante: “Recuerdo…”, y en él la figura señera es la de la mujer en el espacio propicio de su epifanía: resplandece desnuda en la alcoba que la contiene: “Vuelca su fiel aroma sobre el vaso, / lluvia de sueño o suavidad de forma, / y dentro, en el desnudo, se conforma / la lentitud aciaga de su paso.” La mujer, que es como paloma y como nieve, se ahoga en los mares del olvido, pues su propio aliento “clama en la transparencia <<El ser es nada>>, / mas el ser es el polvo adormecido.”
Somos polvo o ceniza erguida, nada más, mármoles ilusorios. Un río que pasa. Esta visión heracliteana o catastrofista, como mejor convenga, distingue los más memorables poemas de Chumacero. “Salón de Baile”, de su libro Palabras en reposo, es un ejemplo perfecto de ello. Adviértase el realismo casi brutal de la locación: un salón de fiestas, un espacio para la alegría y la disipación. Un lugar de encuentros relampagueantes con prostitutas, todo ello al calor de las copas y los acordes en vivo de una orquesta que invita al contacto corporal. La ubicación resulta indiscutible: “Música y noche arden renovando el espacio, inundan / sobre el cieno las áridas pupilas, relámpagos caídos / al bronce que precede la cima del letargo.” Me salto unos versos y continúo: “Puesta la boca sobre el polvo por si hay esperanza / o por si acaso, en el placer la arcilla anima la memoria / y la conservación violenta de la especie.” Añado algo más en el mismo tenor: “Sudores y rumor desvían las imágenes, / asedian la avidez frente al girar del vino que refleja / la turba de mujeres cantando bajo el sótano.”
¿Habría algo más antipoético que una vulgar borrachera en un tugurio de los que llaman “de mala muerte”? –Chumacero lo sabe y por ello nos desafía, como diciendo, a ver apretados, a ver catrines, esto también es poesía. Y sí, aquí les va: “Desde su estanque taciturno increpan los borrachos / el bello acontecer de la ceniza, y luego entre las mesas / la tiranía agolpa un muro de puñales.”
¡Qué enorme distancia hemos recorrido cuando comparamos los versos de López Velarde con los de Chumacero! La referencia puede ser muy precisa: el recordable cuerpo de una mujer. Donde el zacatecano encomiaba los “vertebrales espejos de la belleza”, Chumacero refiere, muy bíblico, eso sí, “el bello acontecer de la ceniza.” ¿Sintonizamos?
Casi es un lugar común sostener que Chumacero es un poeta de la condición caída del hombre –por supuesto que lo es, no hacen falta mayores pruebas. Podría agregarse que se trata de un caído “ateo”, pues nada indica que el poeta participe de alguna creencia religiosa. Este lugar común, empero, se queda corto o se torna insuficiente cuando pensamos en lo que es sin duda su pieza maestra, me refiero a “Responso del peregrino”, publicado por primera vez en un periódico e incorporado unos años después al libro Poemas en reposo. Marco Antonio Campos, amigo de toda la vida del poeta y un devoto de su poesía, considera en una entrevista que este es el mejor poema del autor. Chumacero está de acuerdo con ello y pasa a decir bajo qué circunstancias tramó su composición. “Responso del peregrino”, se explaya Chumacero, “es la reflexión de un soltero que va a dejar de serlo. Me llevó cuatro meses redactarlo y lo publiqué en el suplemento cultural del periódico Novedades en mayo de 1949. Lo dediqué a Lourdes mi mujer, pero tiene relación también con la Virgen de Lourdes.” ¿La Virgen de Lourdes? Sí, claro, siguiendo el ejemplo de Eliot, quien a veces confunde el poema con la oración, y como si retomara la religiosidad del mismo, Chumacero hace del poema un acto de reverencia y al mismo tiempo de contrición. Se lo puede ver como un fervoroso epitalamio, y al mismo tiempo como un testamento y un acto de fe en una suerte de trascendencia “atea”, si lo podemos decir así, donde la depositaria de la memoria del poeta tendrá que ser la esposa, la mujer, que sobrevive a la tempestad y a la catástrofe.
El poema, continúa Chumacero, “está dividido en tres partes: en la primera, describo quién es ella; en la segunda, relato cómo será probablemente la vida de casados, y en la tercera, digo que, una vez que haya muerto, lo dejo todo a su responsabilidad, y afirmo entre otras cosas, que pase lo que pase (…) el linaje debe prolongarse. Hay en los versos finales de las tres partes del poema la repetición de la palabra <<tempestad>>, que significa la vida.”[1]
Por mi parte, estoy convencido que el modelo de “El responso del peregrino” es el famoso poema de Eliot titulado Miércoles de ceniza (Ash Wednesday), de 1930. Se ha dicho un poco hasta el cansancio que Eliot es el poeta extranjero que más impacto ha tenido en las letras mexicanas del siglo XX. Esta es una gran verdad, por supuesto. Lo que habría que añadir es que ningún poeta mexicano asume y registra este impacto con la hondura con que la resiente Alí Chumacero.
Podría afirmarse que el “Responso del peregrino” es el poema más eliotiano de nuestro autor. Como se acaba de ver, las tres secciones del poema concluyen con una alusión a la tempestad, que el propio Chumacero se apresura a decir que no es otra cosa que “la vida”. La referencia a Heráclito que de modo explícito emerge en el poema, podría indicar que en lugar de “vida”, y sin cancelar esta significación, por supuesto, sería legítimo pensar en el “torbellino del devenir”, en el “devenir incesante” de la materia, que es uno de los postulados fundamentales del pensador de Éfeso. Heráclito, como lo sabe todo lector de Eliot, es uno de los favoritos del escritor inglés, al grado que su gran poema de madurez, los Cuatro cuartetos, inicia con un par de epígrafes tomados de este pensador. Pero no sólo está Heráclito, también está San Agustín, otro de los grandes amores de Eliot, con la referencia al tiempo como una “distensión del alma”, así como alusiones al Eclesiastés (la vida es “vanidad de vanidades”, o el famoso “polvo eres y en polvo te convertirás”) y a otros libros de la Biblia en los que igualmente abreva el autor de La tierra baldía.
A fin de cuentas, “El responso del peregrino” es un poema catastrofista, pero que, de algún modo, insinúa una permanencia, algo de cierto modo sempiterno. La tempestad puede leerse, de modo inicial, como el “despeñadero”, como el derrumbe, como la anulación de lo que existe. Con todo, el predominio del Eclesiastés en la poesía de Chumacero, como puede comprenderse, no excluye otras fuentes y referencias culturales, que de cualquier forma merecen alguna mención, así sea de paso. Creo encontrar un breve guiño a Martin Heidegger en el poema de Chumacero (en la Carta sobre el humanismo, Heidegger define al hombre como “pastor del ser”; Chumacero nombra a Lourdes “pastora de esplendores”); quizás se encuentran en él resonancias de Jorge Cuesta (el “mármol de un instante” del Canto a un dios mineral, podría ser el antecedente de los “mármoles aullantes” de Chumacero) y hasta de Jaime Torres Bodet, el poeta que encabezaba a los Contemporáneos. Me explico. La primera cuarteta de uno de los mejores sonetos de Torres Bodet, “Continuidad”, asienta lo siguiente: “No has muerto. Has vuelto a mí. Lo que en la tierra / –donde una parte de tu ser reposa– / sepultaron los hombres, no te encierra; / porque yo soy tu verdadera fosa.” Estimo que sin este feliz antecedente no podría comprenderse del todo la forma en que Chumacero concluye su “Responso del peregrino”, donde en efecto, podemos leer: “Sola, comprenderás mi fe desvanecida, / el pavor de mirar siempre el vacío / y gemirás amarga cuando sientas que eres / cristiana sepultura de mi desolación.”
En esta cuarteta, por cierto, se exhibe y sintetiza la tremenda contradicción que recorre el poema, y que lo mantiene vivo. A saber, que por una parte su autor declara ser un hombre que carece de credos, un hombre materialista y pragmático. Un nihilista en toda la extensión de la palabra. “Comprenderás”, dice el poema, “mi fe desvanecida”, a lo que añade un bucle de tiniebla con el que se define de algún modo como un “lugarteniente de la nada”, es decir, como un hombre que ha soportado “el pavor de mirar siempre el vacío”, donde el “vacío” del poeta es el equivalente de la “nada” postulada por Heidegger en su conferencia ¿Qué es metafísica?
Si lo que más importa es el final, entonces el “Responso del peregrino” puede leerse como una sonata en tres tiempos acerca de la tempestad, que es el tema que cierra cada uno de los tres movimientos de que consta la composición. En el primer tiempo, la tempestad, o lo que yo he llamado la “tormenta del devenir”, se presenta como un anuncio, como un vaticinio, como la expectativa de algo que está por suceder, pero que ya define, como si lo templara, el carácter del personaje femenino. Lourdes, la mujer o la Virgen, lo mismo da, permanece temerosa y acaso pasmada ante lo que se anuncia. Lo que ha de venir, vendrá. Pero lo que vendrá resulta tremendo, desmesurado. Este acontecer, asumido como inevitable, debe ser afrontado con entereza. La futura esposa queda retratada así (y la sublimación da lugar a la que es quizás la más bella metáfora del poema) como una “Petrificada estrella, temerosa / frente a la virgen tempestad.” La mujer, de tal suerte, se revela como una petrificada estrella, que se azora ante lo que ha de venir, pero que no se dobla ni se rompe. ¡Inmejorable!
En el segundo tiempo, la tempestad se da como algo tan actual que es lo-ya-sucedido. La muerte del esposo, que es el poeta, acaba de ocurrir y estamos ya de regreso del cementerio, una vez que ha sido enterrado. Es el tiempo del “polvo eres triunfal sobre el despojo ciego”. Incólume, impertérrita, la mujer está obligada a asimilar esta catástrofe y a guardar piadoso silencio, como corresponde a su integridad. Por eso leemos: “Regresarás a casa, y si alguien te pregunta, / nada responderás; sólo tus ojos / reflejarán la tempestad.”
En el tercer y último tiempo, la viuda mantiene vivo el recuerdo del esposo muerto de modo que a través de este recuerdo que no se apaga logra insinuarse una suerte de milagro de la resurrección. Es apenas algo que se insinúa, es cierto, pero de esta suerte el poema alcanza a esbozar, en medio del “torbellino del devenir”, un cierto matiz optimista. De otro modo no se explica que la actitud final de la mujer en esta inexorable gradatio del poema sea el de una especie de añoranza por lo que sucedió: “Fiesta de Pascua, en el desierto inmenso / añorarás la tempestad.”
“El desierto crece”, había escrito Nietzsche. Ante la nada que avanza y todo lo destruye, empero, Chumacero encuentra un poderoso refugio en la prosopopeya, una de las figuras retóricas más antiguas y venerables. No me queda más remedio que señalar que en este trance final el poeta tiene la audacia de concebirse a sí mismo ni más ni menos que como una personificación de “la tempestad”. Esta es al menos una de las posibles lecturas que me gustaría proponer de la conclusión del poema. De tal suerte, la viuda desconsolada añoraría el “torbellino del devenir” que encarnaba mejor que nadie ese esposo incrédulo y seguramente juguetón, a veces “socarrón” y hasta “mujeriego” y “mal portado”, a quien le encantaban el alcohol y los chistes de todos los colores, que ya ha fallecido pero que a pesar de todos los pesares, y por encima de sus posibles defectos, se había rendido a sus pies y la había adorado como si ella misma fuera en persona la Virgen de Lourdes.
[1] Véase Marco Antonio Campos, El responso del peregrino. Ensayos y entrevistas con Alí Chumacero (1979-2009). México, Ediciones sin Nombre, 2012, p. 43 Algunos de los textos de este libro se recogen también en Marco Antonio Campos, Indicaciones. México. La Otra-CONACULTA, 2014.
Evodio Escalante (Durango, 1946), es ensayista, poeta y crítico literario. Ejerce como profesor e investigador de tiempo completo en el Departamento de Filosofía de la UAM-Iztapalapa. Obtuvo su doctorado en letras Mexicanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 2001 con una tesis acerca de José Gorostiza. Ha publicado, entre otros libros, José Revueltas. Una literatura del “lado moridor” (México, Era, 1979; México, Ediciones sin Nombre, 2006; México, FCE, 2014), Las metáforas de la crítica (México, Joaquín Mortiz, 1998; 2ª. ed. México, Gedisa, 2015), José Gorostiza. Entre la redención y la catástrofe (México, Juan Pablos, 2001), Elevación y caída del estridentismo (México, CONACULTA, 2002), La vanguardia extraviada. El poeticismo en la obra de Enrique González Rojo, Eduardo Lizalde y Marco Antonio Montes de Oca (México, UNAM, 2003), y Breve introducción al pensamiento de Heidegger (México, Juan Pablos-UAM, 2007). Coordinó la edición crítica de la novela Los días terrenales de José Revueltas (Madrid, Colección Archivos, 1991) y escribió el capítulo sobre la vanguardia en la poesía mexicana del siglo XX en la Historia de la literatura hispanoamericana que coordinó la Dra. Trinidad Barrera (Madrid, Cátedra, 2008). Realizó la edición facsimilar de Irradiador. Proyector internacional de nueva estética, una revista que se consideraba “desaparecida” y que publicaron los estridentistas a finales de 1923. Sus libros más recientes son Las sendas perdidas de Octavio Paz (México, Ediciones sin Nombre-UAM-Iztapalapa, 2013) y Crápula (México, Ediciones La Otra, 2013). Recibió en 2004 el Premio de Ensayo Guillermo Rousset Banda que concede la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y en 2009 el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde que otorga el Gobierno del Estado de Zacatecas.