Ensayo

A la caza de una sombra. Sobre el poema Dios, de Víctor Hugo: Rafael Argullol

 

 

 

 

 

 

El presente ensayo es publicado con autorización del poeta José Javier Villarreal, director de la Capilla Alfonsina, previamente también Minerva Margarita Villarreal había permitido su publicación. Este estudio revisa el poemario Dios (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2013), y forma de la edición del proyecto editorial “El Oro de los Tigres”, que conmemoró el 85 aniversario de la Universidad Autónoma de Nuevo León y es un homenaje de un grupo de escritores de lengua española a Alfonso Reyes en su faceta de traductor. La edición del poemario Dios es una versión de Tomás Segovia, prologado por Rafael Argullol y con una presentación de la poeta Minerva Margarita Villarreal. Previo al ensayo publicamos un fragmento del poema, mismo que nuestro lector puede leer en el siguiente enlace. Más abajo aparece el ensayo de Rafael Argullol.

 

 

 

 

Víctor Hugo (Francia): Dios (fragmento). Ascensión en las tinieblas. Versión de Tomás Segovia

 

 

 

 

A la caza de una sombra

Rafael Argullol

 

 

Dios, el poema de Víctor Hugo, es una obra que fácilmente puede ser considera como desmesurada. Quien así opine reforzará su juicio si sabe que el autor lo concibió como uno de los integrantes de un inmenso tríptico dedicado a la indagación del Ser, cuyas otras dos piezas serían El fin de Salón y La leyenda de los siglos. Y no le faltará razón. Sin embargo, las obras desmesuradas, tan difíciles de comprender y de aceptar, constituyen un capítulo esencial en la historia de nuestra cultura. Sus efectos atraviesan el arte y el pensamiento pero, por lo general, nos cuesta colocarnos en el territorio de quien las construyó. Parte de la admiración, y también parte del rechazo, que suscitan estas obras son la consecuencia de una dificultad casi topográfica: ¿desde qué lugar, mental y físico, alguien es capaz de emprender un proyecto de este tipo?

Podríamos idear una historia fantástica de este lugar, o estos lugares, a partir de los ejemplos que hemos heredado, no, quizá, muy numerosos, pero sí suficientemente representativos de distintas épocas y sensibilidades. Dante se lanzó a la aventura de la Divina Comedia, o Santo Tomás de Aquino, a la de la Suma Teológica; desde qué mirador Miguel Ángel concibió el nunca realizado mausoleo de Julio II, su gran anhelo, o ejecutó el Génesis de la Capilla Sixtina, su indeseado desafío con el fresco pictórico; desde qué horizonte Goethe arrastró cincuenta años su Fausto; desde qué perspectiva Kant se adentró con sus tres críticas, o Hegel, en La fenomenología del espíritu; desde qué paisaje Wagner pudo decidirse por El anillo del nibelungo. Para ir a un caso más reciente y, como barcelonés, más cercano, a menudo me he preguntado por el escenario desde el que Gaudí impulsa una construcción inabarcable como La Sagrada Familia. Esta historia fantástica nos ilustraría fehacientemente sobre las ansias y dudas de lo que en nuestra tradición hemos llamado creador.

Víctor Hugo debería, necesariamente, protagonizar uno de los capítulos, con su extenso poema Dios como muestra privilegiada de un modo de entender el poder del arte. En este sentido, la pretensión del poeta francés es, en nuestros días, casi inconcebible. No estoy seguro de que sea lo cierto —pues igual un haiku bastaría para expresarlo— pero, por lo general, pretendemos que nuestro mundo es demasiado complejo para ser aprehendido en un único conjunto. Tal vez, en su época, Lucrecio sí podía aspirar a encerrar el universo en De rerum natura. Y, con más rotundidad, aceptamos que Dante pudo atrapar la cosmovisión medieval en el engranaje cristiano de la Comedia. Sin embargo, tras la revolución renacentista, tenemos la impresión de que la dinámica centrífuga del mundo desmiente la posibilidad de una obra totalizadora como la que, de manera nada disimulada, intenta Víctor Hugo.

Éste es también, justo en la generación anterior a Hugo, el problema de Goethe. Fausto, según la confesión de su autor, quiere ser un De rerum natura para la época moderna. Desde algún ángulo, lo es. El escritor alemán quería unir poesía y ciencia como dos formas de acercamiento a la naturaleza que, yuxtapuestas, debían adentrar al hombre en el enigma de la realidad. Así como la primera parte tiene todavía la forma del drama romántico, la segunda parte de Fausto es dotada por su autor de una singular estructura, casi operística, en cuyos escenarios debía concentrarse, no sólo el saber humano, sino también lo que Goethe y muchos de sus contemporáneos llaman el espíritu de la época. El carácter casi irrepresentable que se otorgó a la obra, ya en su tiempo, guarda relación con esta ambición goethiana de hacerse poéticamente con el mundo, una tentativa paralela a la filosófica de Hegel. Cincuenta años después, la Gesamtkunstwerk postulada por Wagner a través del drama musical, y encarnada en El anillo del nibelungo y en el proyecto teatral de Bayreuth, tiene un objetivo similar, aunque tomando como referencia la esfera del mito.

Dios, el poema de Víctor Hugo, se emparenta, en el esfuerzo, con estas colosales tentativas. También el escritor francés quiere hacerse con el mundo y, como Fausto, penetrar poéticamente en el Ser. Una ambición de este tipo requiere, en consecuencia, un plan grandioso. La alternativa era el silencio. Un ajuste de cuentas con Dios te sumerge, creo, en un dilema poderoso: callar, o emprender una travesía de incierto recorrido e imposible final. Hugo, ante la encrucijada, opta por este segundo camino. Una elección peligrosa, incluso para un hombre tan bien dotado literariamente como él.

Dado que la meta es imposible, la incertidumbre del recorrido se percibe en los vaivenes de la nave y en las dudas que comporta la navegación. A Goethe, con quien Hugo tiene tantas afinidades, le ocurre lo mismo en el despliegue del Fausto. Incluso me atrevería a decir que también a Lucrecio le sucede algo parecido en el gran reto poético de De rerum natura: avances acompañados de retrocesos, vacilaciones, cambios de ruta. El único que escapa a estas alteraciones es Dante. Sin embargo, el poeta toscano tiene una ventaja suprema sobre los demás: conoce a Dios y, sobre todo, tiene una extraordinaria certeza acerca de la topografía y composición de la obra divina. Es gracias a esto que la visión dantesca, mística y fulgurante en la revelación, se traduce después poéticamente en pura geometría, en número perfecto.  Pero ni Goethe ni Hugo, ni, en la Antigüedad, Lucrecio, están bien defendidos frente a Dios por una fortaleza teológica como lo está Dante. Éste no se pregunta por la fe, porque ésta se presupone desde el principio hasta el final de la Comedia. Los otros tres poetas no poseen esa fe ni están refugiados en ninguna fortaleza teológica.

El Dios de Dante es absoluto y, en consecuencia, la exploración que lleva a cabo es centrípeta: en el momento de emprender el viaje ya sabe dónde está el centro y la meta. Todo lo contrario le ocurre a Víctor Hugo, que llama Dios a un poema estigmatizado por la ausencia de Dios. Nada es más trabajoso, aunque también más apasionante, que apartar la pereza del ateo y olvidar la astucia racional del agnóstico para lanzarse, sin fe religiosa, a la caza de Dios. Lo más semejante a una singladura con este empeño es la expedición sin tegua ni cuartel a la que se convoca el Capitán Ahab para encarar a la ballena blanca. No pueden esperarse aguas calmadas en un mar que cobija este torneo. Y el cazador, con frecuencia, sigue senderos erróneos, más frutos de su obsesión, que consecuencias de una estrategia premeditada.

Lo que en Dante es arquitectura, y bien nítida pese a los tormentos que alberga, en Hugo es navegación entre tempestades. Esto es palpable en la propia morfología de Dios, y en el proteico escenario en el que se producen los abordajes del cazador de lo divino: voces, números, aves, espectros. Espectros, en particular, pues la larga meditación poética está toda ella impregnada de tonos espectrales. Quizá necesariamente, puesto que la interrogación humana sobre lo divino, vieja, con toda probabilidad, como el propio ser humano, parece requerir la presencia de la fantasmagoría. Aceptado esto, el camino de Víctor Hugo no es de tipo místico ni, tampoco, mítico, al modo de Hölderlin o Rilke, por poner dos nombres de poetas que se erigen, con sus obras, en poderosos interrogadores de Dios. En ambos casos la inmersión en lo numinoso exige una compleja construcción mítica en la que deidad, aunque sea a través de la ausencia o del silencio, está sutilmente integrada. Así, con todo el esplendor poético, se resalta en El Archipiélago o en las Elegías de Duino.

La indagación mística lo apuesta todo a una suerte de gran salto mediante el cual el hombre se precipita en el seno de Dios, a veces una plenitud, a veces un puro vacío. Tanto si los peldaños son intelectuales, envueltos en una nube de abstracción, como en la obra de Meister Eckahrt, cuanto si transcurren por las entrañas del cuerpo, sentidos como un erotismo anonadador, como en Santa Teresa de Jesús o en San Juan de la Cruz, la escalera por la que sube el candidato conduce, en su tramo culminante, a la ejecución de aquel salto que deba procurar la unión mística.

No es, desde luego, el trayecto de Hugo. Como alternativa, el poeta francés se plantea interrogar lo divino con un proceso de preguntas tan exhaustivo que raya en lo inaudito. Sin confianza en la llama ardiente de San Juan de la Cruz, o en la llama sagrada de un Hölderlin, ni en las hogueras subsiguientes que todo lo queman, Hugo pretende hacer subir a su escenario poético, como si se tratara de una ópera cósmica, a las fuerzas de la naturaleza, a los mitos de los dioses, a los pensamientos de los hombres. El balance es, con frecuencia, angustioso, pues, por omniabarcador que sea el despliegue de erudición, y por elevado que resulte el aliento poético, el objetivo esencial de la indagación, Dios mismo, siempre parece escaparse por un rincón del cuadrilátero o por una grieta que lleva a un suelo más profundo del que es capaz de pisar el hombre.

En esta tesitura toma relevancia el Víctor Hugo más genuino. El rebelde, el titánico. A medida en que se acrecienta la sensación de la huida de Dios, siempre hábil para sortear las trampas que le tiende el intelecto humano, aumenta también la tenacidad del persecutor, el poeta, quien le trata de dar batalla con la ayuda de la entera historia de la cultura, desde los mitos más arcaicos hasta la filosofía griega, y desde ésta hasta la Ilustración, que le era ya tan próxima. Esa alianza tiene algo de conmovedor pues, pese a su imponente exhibición, siempre acaba siendo un ejército de sombras que se desplaza, desorientado, por la tiniebla.

En algunos momentos de Dios Víctor Hugo se inclina hacia un panteísmo como el expuesto por Klopstock en Alemania o Wordsworth en Gran Bretaña. Las imágenes, entonces, poseen una enorme fuerza visual, de acuerdo con una estética arrebatadamente romántica, en otros momentos, los más serenos sin duda, aparece en el horizonte el Dios de Spinoza, una figura de extraordinaria influencia para la generación del poeta francés. Por unos instantes la indagación se vuelve tranquila, como si Dios y el hombre debieran llegar, por naturaleza, a un acuerdo cordial, armonioso.

Sin embargo, el talante de Víctor Hugo no es el de Goethe, el poeta que ha logrado expresar de manera más viva la teología racionalista y ataráxica de Spinoza. Para Goethe hay un espontáneo deslizamiento del hombre en el seno de lo divino, como, por otro lado, hay una lógica innata en la integración de lo particular en lo universal. Cuando el hombre consigue adoptar este punto de vista el conflicto tiende a diluirse: Dios y hombre son realidades complementarias, las dos caras del Ser. Esta conclusión es sumamente consoladora. También es probable que sea la que permite a Goethe hacer gala de olimpismo, y la que le sugiere la oportunidad de salvar a Fausto del infierno, frente a la anterior tradición condenatoria del héroe en este mito procedente del Renacimiento. Fausto, al final, se salva porque consigue percibir a Dios en su interior, aunque sea un dios sin nombre. Y Goethe se salva a través de Fausto.

Pero no es el caso de Víctor Hugo, quien no logra aceptar un acuerdo ni imponer una tregua. La suya es una batalla campal, con todo en juego, incluso el sentido del hombre. Es una situación singularmente representativa de la conciencia moderna: sin Dios y sin auténtico deicidio, a pesar de lo que pueda decir poco después Nietzsche.

Ahí radica la grandeza del poema, realzada ahora por el superlativo trabajo ejecutado por Tomás Segovia para realizar la traducción al español. Sólo un poeta de la envergadura de Segovia estaba en condiciones de afrontar el reto de traducir un texto semejante. Bien puede decirse, a este respecto, que Tomás Segovia, con esta obra de toda una vida, se incorpora a la cofradía de la gozosa desmesura en compañía de su querido Víctor Hugo.

El lector que se aventura en Dios no deja de sentir la fuerza, el tormento, el goce, el agotamiento que debió experimentar Víctor Hugo durante largos años de gestación del poema. No deja de participar en esa batalla campal en la que el hombre pone en marcha todos sus resortes intelectuales para ir a la caza de Dios. No deja de admirar descomunal esfuerzo poético por expresar esa epopeya imposible. Y, al final, el lector no puede sustraerse a una honda melancolía pues, también él exhausto, debe reconocer una vez más que el enigma se resiente y que, por más que corramos el velo que lo cubre, se resistirá siempre. Porque el enigma de Dios somos nosotros, los hombres.

 

 

 

 

 

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de más de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimientoDuelo en el Valle de la MuerteEl afilador de cuchillos), novela (LampedusaEl asalto del cieloDesciende, río invisibleLa razón del mal,  Transeuropa,  Davalú o el dolor,  Pasión del dios que quiso ser hombre) y ensayo (La atracción del abismoEl Héroe y el ÚnicoEl fin del mundo como obra de arteAventura: Una filosofía nómadaManifiesto contra la servidumbreMaldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantesEl puente del fuegoEnciclopedia del crepúsculoBreviario de la auroraVisión desde el fondo del mar.

Sus últimas publicaciones son Poema (2017), Tratado erótico-teológico (2016) y Mi Gaudí espectral. Una narración (2015). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010) y Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar.