Los jardines abandonados, de Félix Suárez. Por Enrique Villada
Los jardines abandonados, de Félix Suárez
Enrique Villada
Hace muchos años, en un festival de poesía que se celebraba en la bahía de Navachiste, Sinaloa, coincidí con el poeta Efraín Bartolomé. En los momentos en los que se podía conversar, porque normalmente en estas reuniones casi todos quieren ser escuchados y pocos escuchan al otro, me acerqué a él. Guardo siempre sus precisas palabras.
Le habré preguntado quiénes consideraba que eran los mejores poetas vivos en nuestro país en ese momento. Con la lucidez que lo caracteriza me contestó: “se cuentan con los dedos de una mano y sobran dedos. Los nombres, continuó, tú mismo podrías decirlos.”
Me parece que el panorama de la poesía no ha cambiado, pues a pesar de tantos libros que se publican, de tantas personas que se adjudican ese título, la poesía surge cuando quiere y, como un misterioso don, habita en el corazón de unos cuantos.
Últimamente, con las ventajas de la tecnología y la versatilidad de las redes sociales, cualquiera puede difundir el contenido que desee, publicar sus propios libros, reunirse con sus cofrades, crear fama, volverse internacional. Sin embargo:
Como dijo Dios, curzándose de piernas:
“veo que he creado muchos poetas, pero no tanta poesía”.
(Charles Bukowsk)
Por más que se publique para nutrir el currículum, por más que se fomenten las relaciones públicas o se lea con voz de locutor o se profieran obscenidades, la poesía tendría que ser otra cosa.
Hay quien lanza plumas mientras lee o explica la supuesta profundidad de sus textos o se disfraza para sorprender a la concurrencia. Y la elusiva no se deja atrapar.
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La necesidad de comunicar no es suficiente. Las enfermedades del cuerpo o del alma, el dolor o el placer vividos intensamente no son suficientes para crear. Y la necesidad del elogio gratuito causan ebriedad y ceguera.
Pobre del que se atreva a proferir una crítica. Ahora no parece que para esta noble disciplina haya tierra fértil. Por desgracia, las universidades no sirven mucho para dicho fin. La autocrítica no aparece, el crítico irrita, es el tábano, como se veía Sócrates. Emanuel Carballo dijo, acerca de una novela premiada en un importantísimo concurso de novela: es un libro para secretarias masca chicles.
Pocos son los que nacieron armados como Minerva; otros, se van haciendo con tesón, con humildad y oficio. En el poeta Félix Suárez encontramos la autenticidad que se alimenta de ambas vertientes. Desde sus primeras palabras, desde sus primeras páginas, es un poeta hecho.
Desde La mordedura del caimán hasta Los jardines abandonados, pasando por Peleas, Río subterráneo, Legiones, El amor incluso, En señal del cuerpo, se advierte la maestría en dar en el blanco, la precisión del cirujano para cortar la realidad, con palabras y silencios.
Curiosamente, el arquero menos avezado no duda en lanzar sus flechas sin ton ni son. Seguro de sí mismo, con el arrebato del instinto, se arriesga sin ninguna contención. Félix, en cambio, siempre mesurado, dudando, se pregunta si sus palabras tienen sentido. Como en su poema “Calamar”, se mira con la red vacía entre las manos, sin rumbo.
Eduardo Galeano escribió acerca de su primera lección de literatura. Y sucedió nada menos que escuchando hablar a un político, éste hablaba y hablaba, mientras Galeano se preguntaba cuándo iba a poner un punto.
La duda, la paciencia y la voluntad marcan el camino del poeta hacia no se sabe dónde. Son suyas todas las pasiones y nada le pertenece. Unas veces se detiene a disfrutar de los momentos, como quien come su pan y su vino, pero nada es para siempre.
La poesía de Félix Suárez tiene un interesante intimismo, es elegante y breve. Pienso que los libros de poesía deben ser así, como los perfumes finísimos, como el que logró Grenouille sintetizando la más pura belleza.
No pronuncia en vano la palabra amor, no rebaja a lugares comunes el erotismo, en sus libros está el anhelo de lo sagrado, el dolor, la esencia de los días que le tocan vivir.
En Los jardines abandonados, escritos a la sombra del Eclesiastés, nos ofrece frutos del tiempo y la conciencia. Se vuelve un libro hondamente filosófico. Las aguas turbulentas ya pasaron, no encontramos el derrumbe y el vacío de Peleas, se trata más bien de la contemplación, el recuerdo de lo vivido que es al mismo tiempo lo escrito, la intermitente decepción, la conciencia de la muerte.
Como esas planas que no terminamos de corregir, de las que no terminamos de arrepentirnos, porque sentimos que algo está de más, que algo sobra. O peor aún: que muy poco o nada de lo que hemos dicho era en realidad lo que buscábamos decir.
Así cada error, cada tropiezo, cada línea amarga o esperanzada de nuestra vida.
Qué absurda pretensión -lo tienes claro ahora-, cuánta soberbia y ridículo empeño en corregir, en reescribir una y otra vez algo que el tiempo, la muerte (o lo que sea) terminarán deshaciendo de una y mil maneras para siempre.
Pero, si existen los jardines abandonados, también, un jardín de las delicias, tan breve y tan pleno, por el que vale la pena darlo todo, perderlo todo.
Al menos unas cuantas docenas de poemas de amor, seguramente todos fallidos, habré sacrificado, extasiado como estuve en la humedad y hondura de sus muslos.
La poesía de Félix Suárez se arraiga en una larga tradición. Es, como cualquiera que pretenda escribir, un lector acucioso. En estos poemas en prosa o epigramas o aforismos… resuenan las voces de autores griegos y latinos, la biblia, Bonifaz Nuño, la generación de Los contemporáneos, la filosofía estoica, etc. No se solaza en un ritmo fácil, nunca lo hizo. Escribe con la libertad de los despiertos.
Los jardines abandonados es un libro muy especial, acompañado por un prólogo de Juan Domingo Argüelles, que eligió el formato de la carta para no romper con un discurso impersonal la atmósfera de la poesía. Las ilustraciones de Irma Bastida forman parte importante del libro y nos invitan a volver, una y otra vez, sobre sus páginas. Los jardines abandonados son el testimonio de que Félix Suárez es un autor esencial, imprescindible.
Enrique Villada. Estudió Letras Españolas en la UAEMEX. Fue becario del Centro Toluqueño de escritores. Es autor de: Estuario luminoso, Palabras para un viaje, Hojas de octubre, Castillos de luz, Abecedario, Ensayo de mi dulce gozo, Whitman el árbol, Espantatíteres, Libro de horas (antología personal). Es coautor de El tren de las revolucionarias. Es profesor de literatura.